El peso de la tradición


En estos días hay un run run en España por el episodio de un video que se ha hecho viral en el cual unos energúmenos desde las ventanas de un colegio mayor de Madrid interpelan a las féminas del colegio mayor de enfrente al grito de «putas», «ninfómanas» y «vais a follar todas». Parece ser que la opinión pública es unánime en este punto: se trata de un acto machista y de acoso sexista que atenta contra la dignidad de la mujer, del hombre y de la especie humana. No obstante, algunas de las chicas a quienes iba dirigida esta performance de machito ibérico «Dijeron que era normales las palabras misóginas y degradantes porque formaban parte de una tradición, igual que las repugnantes novatadas que suelen todavía hacerse en los colegios mayores universitarios, a pesar de estar prohibidas por ley.» (Ver Dario.es

Esta justificación por «tradición» ha suscitado más de una polémica en torno a su validez argumental. ¿Se debe legitimar toda actuación «por tradición»? ¿Es un argumento válido para justificar un comportamiento, una creencia, una fiesta? En nombre de la tradición ¿se puede justificar cualquier cosa?

En antropología solemos decir que nos interesa precisamente estudiar eso que la gente identifica como tradición, y nos emociona descrubrir una pauta cultural cuando a la pregunta de ¿por qué haces eso? las personas responden algo así como «porque siempre lo hemos hecho así». La tradición es objeto de estudio en antropología. De hecho, la Ilustración, la modernidad y el auge del pensamiento científico suponen un cuestionamiento directo a la tradición, tildando de «superstición» desde los remedios caseros hasta el conocimiento ancestral. La antropología sale al rescate de estas «supercherías» y busca la lógica cultural que las sostiene.

En la modernidad, la tradición es algo que hay que dejar atrás. Y entonces vemos el renacer del pensamiento indígena. La lucha de los pueblos originarios por rescatar sus tradiciones y su conocimiento ancestral en nuestros días. Dejar atrás la tradición supone olvidar el pasado, su identidad como nación, sus derechos como pueblo, sus conocimientos sobre su entorno, su saber sobre la vida. Dejar atrás la tradición es perderse en un capitalismo consumista que los sume en la pobreza, la explotación y la destrucción de su entorno, a cambio de una promesa de bienestar futuro, que no llega. Esta es la denuncia, al menos, de muchas de las películas que se pueden ver estos días en Barcelona, en el Festival de Cine Indígena. Películas muy bellas, que son un reclamo para que la modernidad no esté reñida con la tradición. La tradición nos vincula con el pasado, nos proporciona una identidad y un sentido de continuidad en la vida, además de comunicarnos saberes para comportarnos en el día a día y para nuestra supervivència en el planeta. Pero hay tradiciones que nos atan y nos ahogan.

Entonces, ¿qué hacemos con la tradición? Inventarla y reinventarla, como siempre hemos hecho, pero quizás ahora necesitemos más mimo y reflexión. Mantener una tradición «porque sí» o «porque siempre ha sido así» no sirve a nadie y nos puede perjudicar a todos. Arrasar una tradición al grito de porque «porque son incultos» también ha perjudicado y dañado a miles de seres humanos en el mundo. Cada ser humano es un agente de cultura que debe decidir qué quiere guardar y qué desechar de su tradición, y porqué razones lo hace. Y también, inventarse nuevas tradiciones, más acordes con su sentir. Pero este es también un proceso colectivo. Los tradicionales «piropos» de ayer nos suenan machistas hoy. El rechazo de la tradición de los pueblos originarios en aras de la modernidad, nos suena a colonialismo puro hoy. Hay que analizar cada tradición y darle su peso y medida en el presente. Un presente que no es homogéneo, ni igual. De ahí que nuestras decisiones son políticas.

El Festival de Cine Indígena cumple en esta edición 15 años, y a mi me gustaría considerarlo ya como una «tradición» en Barcelona!

Memes: la policía moral de nuestros tiempos

Leo una publicación de Dani Miller sobre los memes como policia moral de Internet en tiempos de COVID, en el cual examina los memes que circulan en las redes sociales relacionados con la pandemia y argumenta que son una manera de crear un consenso moral mediante la compartición de nuestros valores. Los memes nos dicen lo que debemos hacer, qué debemos prevenir, como nos tenemos que comportar, que medidas hemos de tomar, etc.

Memes turn out to be a quick and effective means for creating moral consensus by sharing one’s values with others.

Según Miller a la gente nos encanta ejercer de ciudadanos responsables y lo que hacemos es propagar nuestros valores, imponer mediante el meme, nuestro sentido común. Mediante la propagación de memes ejercemos de policías ciudadanos.

 It is no surprise to see memes taking centre stage, because the people I worked with have a strong sense of their responsibilities as citizens. (…)  It is rare to see such a clear case of everyone coming together to try and establish a new set of codes of behaviour. 

Hay memes informativos y memes divertidos. Estos últimos son los más interesantes porque movilizan a la acción. El humor y el insulto son formas de comunicación persuasiva.

When, however, they are trying to cajole the population into more appropriate action and police our values, they mainly use humour. 

Pues esta es la idea central que saca del examen de algunos memes durante la cuarentena más dura de la COVID a la luz de la cultura irlandesa, y me la apunto: los memes son la policía moral de Internet.

The material also confirms the general finding that memes represent the moral police of the internet.

+ info: https://anthrocovid.com/2020/04/24/memes-the-moral-police-of-the-internet-in-the-time-of-covid-19/

Patchwork Ethnography

Colcha de Patchwork Kit - Chocolate de Naranja | Patchwork Multicolor
Patcwork multicolor by Juani Cavas

Comparto un manifiesto que me ha hecho mucha ilusión encontrar porque hace tiempo que venia pensando lo mismo pero no le ponía una etiqueta, un nombre. Mejor dicho intentaba explicar cómo la perspectiva etnográfica puede conformar distintas metodologías de campo y cómo era posible realizar un trabajo de campo etnográfico a partir de retazos y aprendiendo y aplicando técnicas diversas procedentes de la etnografía canónica, la etnografia del diseño y la etnografía digital.  La explicación era farragosa y procedía por adición.

El manifesto para una etnografia patchwork parte de una constatación: en nuestro mundo actual y más en un momento de pandemia se hace muy difícil hacer etnografía «como siempre». Las autoras se preguntan: cómo compaginar actualmente el trabajo de campo en una localización lejana de nuestros lugares de habitar y durante un tiempo prolongado (un ciclo anual como mínimo recomendado). Nuestro contexto actual, nos dicen, es el de una universidad de corte neoliberal, con mucho trabajo de gestión y docencia y poco tiempo para la investigación. Los sabáticos son historia en muchas de las universidades, la financiación de los proyectos suele ser para una temporalización corta en relación a nuestra metodología, y no suele incluir estancias largas. Además de la situación precaria y neoliberal que se ha establecido en nuestras universidades, el manifiesto atiende a la vida de las personas investigadoras. ¿Quién puede permitirse el lujo de abandonar sus familias para dedicarse por completo al campo? Sólo renunciando a tu vida personal puedes proponerte algo así, dejando atrás a padres mayores, hijos, etc. o llevártelos al campo o renunciar a sus cuidados. Abandonar los cuidados es un privilegio de los hombres en una sociedad patriarcal que ni personas femeninas o masculinas queremos ahora. Entones, se nos dice, hay que buscar alternativas que respondan a nuestros contextos de investigación actuales y a nuestros múltiples compromisos humanos.

Las autoras entienden por etnografía de retazos, los procesos y protocolos etnográficos diseñados en torno a cortas visitas de campo. (…) Esta manera de plantearse la etnografía es una forma efectiva, pero más amable y gentil de investigar porque expande lo que consideramos materiales, herramientas y objetos aceptables de nuestros análisis.

De esta manera, en lugar de ver los múltiples compromisos de las investigadoras como limitaciones, reflexionaremos sobre las formas de conocimiento y metodologías que surgen en y a través de los compromisos laborales y de vida cotidiana de los investigadoras. La innovación metodológica de la etnografía de retazos reconceptualiza la investigación como un trabajo con las brechas, las limitaciones, el conocimiento parcial y los diversos compromisos que caracterizan a toda la producción de conocimiento, y no contra ellos.

Expresan que es necesario reconceptualizar los principios de la etnografía, cosa que ya tuvimos que hacer hace tiempo con la etnografía digital y con la etnografía remota. Reconceptualizar:

  1. La noción de «ir al campo» no como viaje (sino como desplazamiento, eso lo digo yo).
  2. Ir a confrontarse con lo radical desconocido, lo extaño y convertirlo en comprensible (yo propongo mantener la «desnaturalización» de la que hablaba Lins Ribero).
  3. Acomodar las nuevas formas de «estar ahí» (personalmente me gusta el concepto de co-presencia desarrollado por Anne Baulieu para la investigación online).
  4. Reconceptualizar las temporalidades y las localidades de la investigación (ya lo hizo la etnografía del diseño y la etnografía digital).
  5. Nuevas formas de imaginar la «recolección de datos» y su registro, nuevos modos de archivo, de lidiar con la fragmentación, agujeros, ausencias.
  6. Nuevas temporalizaciones del proceso de investigación; romper con la linealidad del modelo «recoger datos-analizar-escribir»; se deben poder hacer las tres cosas a la vez (pero eso ya estaba reconocido así en la práctica, no son fases distintas sólo cambiaba el énfasis).

Recogiendo la voz de las autoras de este manifiesto: «La etnografía de retazos ofrece una nueva forma de reconocer y acomodar cómo la vida de las investigadoras en toda su complejidad da forma a la producción de conocimiento. En el proceso, sostenemos que el conocimiento antropológico en sí debe transformarse. La etnografía de retazos o en mosaico nos debe ayudar a reconfigurar lo que cuenta como conocimiento y lo que no, lo que cuenta como investigación y lo que no, y cómo podemos transformar las realidades que han sido descritas como «limitaciones» y «restricciones» en aperturas para nuevas percepciones.»

Pues eso! Me encanta el Patchwork!

Más en: https://www.patchworkethnography.com/

LA TECNOLOGÍA ES CULTURA

Anthropologists! Anthropologists! – Anthropologizing

Así dicho parece una perogrullada; puesto que la tecnología ha sido considerada por la antropología como un elemento determinante en el proceso de hominización y clave en el desarrollo civilizatorio. Sin embargo, quizás debido a su peso preponderante en las teorías evolucionistas, la tecnología no tiene actualmente un papel relevante en el conjunto de las investigaciones antropológicas. No solemos incluir el uso que nuestros participantes en nuestros campos hacen de las tecnologías de la comunicación, a menos que nos situemos en el campo de la “antropología digital”. 

Por tanto, una hipótesis más plausible para este descuido es la fragmentación de la disciplina en campos de estudio. Al abandonar la pretensión de estudiar una “cultura completa”, trazamos nuestros objetos de estudio en función de coordenadas teóricas que delimitan campos de observación y análisis, dejando atrás el viejo estructural-funcionalismo y deteniéndonos en aspectos concretos como el fenómeno migratorio, las ontologías amerindias, el cuerpo y el género, la salud y la enfermedad, los movimientos sociales, las representaciones de lo indígena, o la tecnología y la ciencia, y la cultura digital, como objetos de estudio compartimentados, que si bien reconocemos interrelacionados de algún modo, entendemos que no podemos abarcar en su conjunto. 

Sin embargo, las tecnologías digitales de la comunicación no son en absoluto un campo autónomo y estanco, sino que, y más actualmente, permean cualquier otro objeto de estudio antropológico porque son centrales a las formas de comunicación e interacción humanas.

Es como aquel viejo chiste “¡que vienen los antropólogos!” y se ve a los nativos escondiendo sus lámparas, sus televisores y sus reproductores de video.

La comunicación mediada por Internet es parte de nuestras sociedades y del proceso de globalización, atañe a la comunicación de uno a uno, de uno a muchos y de muchos a muchos, pública y privada. Tiene implicaciones culturales de largo alcance en nuestros sistemas normativos y jurídicos, plantea retos a los límites de los estados nación y a los regímenes de propiedad intelectual, han cambiado el panorama de las industrias culturales y del entretenimiento, de la acción política, de la enseñanza y el aprendizaje, abriendo también nuevas formas de desigualdad, de control social y de poder.

No se trata de un mero determinismo tecnológico: cómo se configura Internet y los “avances” tecnológicos son parte de procesos más amplios, de tensiones políticas, económicas y culturales y, en el fondo, pienso, se apoyan en el mantenimiento de la creencia en que el desarrollo científico-tecnológico es el motor del progreso civilizatorio, traducido: el motor de nuevos mercados y del crecimiento del poder económico. Seguimos siendo modernos en el sentido de imaginar el progreso de la humanidad como un avance científico-tecnológico ininterrumpido, y el tiempo como una flecha unidireccional hacia un futuro prometedor; a pesar de que en nuestras peores pesadillas ese futuro sea un futuro dominado por las máquinas; en el cual la tecnología ha dejado de ser cultura, para pasar no solo a ser algo ajeno a nosotros, sino algo que no podemos controlar, amenazante y peligroso.

Los estudios antropológicos sobre la tecnología computacional abren la antropología hacia el futuro, estudian mundos emergentes; no van al rescate del pasado, no miran hacia culturas que desaparecen, no hacen una antropología de rescate, sino abierta hacia el futuro.

Razas y racismo: nada de tonterías


Fotograma del programa de TV3 Tabú dedicado a «Ètnies»

A vueltas con el tema del racismo, hace poco y relacionado con el COVID-19 apareció un artículo de Javier Sampedro en EL PAÍS «No digas raza» que fue contestado por la Asociación de Antropología del Estado Español  en El Público «Las razas no existen, pero el racismo sí» dónde expresaban su malestar por el tratamiento dado al término de «raza» y el desprecio a la Antropología Social y Cultural y a los antropólogos y antropólogas que hace tiempo  que sostienen que las diferencias culturales no tienen ningún apoyo científico en las diferencias biológicas (sean de base fenotípica o genotípica) de la especie humana, dicho de otro modo: cualquier desigualdad social o diferencia cultural sustentada en una diferenciación racial no tiene ninguna base científica.

Somos diferentes en nuestro color de piel o en nuestro genoma, pero somos iguales en la capacidad de la especie humana de producir cultura, de adaptarnos a distintos medios, de organizarnos en distintos grupos, de crear identidades y diferencias, de generar órdenes, normas, valores, y símbolos que nos unen o nos separan.

Así, por ejemplo, los gitanos no son mejores músicos que los payos o no gitanos porque tengan un gen «flamenco», sino porqué en su tradición cultural el aprendizaje del cante y del baile se produce desde la más tierna infancia, forma parte de sus formas de sociabilidad y de sus rituales, y hay un saber musical compartido (corporal, emocional, cognitivo) que se transmite de generación en generación, además de que se les permitió ejercer el oficio de artista o músico mientras otros les eran negados, de manera que es mucho más probable encontrar buenos músicos y cantaores flamencos entre los gitanos que entre los payos, pero esto no significa que haya excelentes músicos no gitanos en el mundo del flamenco.  Algo parecido podría argumentarse respecto al jazz o la música pop. Nadie afirmaría con soltura que hay un «gen rockero» que hace que se les dé mejor a los blancos, por ser o nacer blancuchos.

Desmantelar el racismo como ideología es muy complicado porque forma parte de nuestra tradición cultural como una forma naturalizada de asociar desigualdades sociales a diferencias culturales, vinculando las desigualdades sociales a una diferencia cultural ligada a la expresión de un conjunto fenotípico (color de la piel, rasgos faciales, etc.) o incluso de carácter «genético» (inscrito en su ADN). De manera que uno es culturalmente diferente porque físicamente, lo es. Esto es: la diferencia biológica explicaría la diferencia cultural y esta justificaría la desigualdad social.

Esta idea de «raza» que vincula cultura y biología fue apoyada y fomentada por cierta ciencia y antropología evolucionista de los pasados siglos XIX y XX pero actualmente son contados los científicos que sostienen su utilidad para explicar nada, y menos las diferencias culturales;  no podemos afirmar que haya ciertas capacidades cognitivas y emocionales que los individuos posean en función de formar parte de un mismo grupo racial. Al contrario, las teorías sobre la existencia de tales vínculos fueron refutadas, rechazadas y abandonadas por la comunidad científica hace ya tiempo, pero la creencia persiste. Forma parte de un «sentido común» que se perpetúa y reproduce, y por ello es grave que se siga propagando actualmente desde posiciones científicas.

Entonces, las razas existen en la medida que las creamos y nos adscribimos a ellas.  Las razas no existen como una realidad científica capaz de explicar diferencias culturales o predisposición a capacidades personales, sino como categorías sociales; repito, existen en la medida en que las creamos y nos adscribimos a ellas. Y se crean «razas» muy esotéricas. Recuerdo mi consternación cuando tuve que «auto-inscribirme» en una «raza» para poder entrar a una página web de contactos en un estudio que hice sobre relaciones de pareja en Internet a principios de los 2000; tenía varias opciones como «raza» mediterránea, hispana, caucásica, blanca…

Según la Wikipedia, «la raza, definida por la Oficina del Censo de los Estados Unidos y por la Oficina de Administración y Presupuesto (OMB), es un elemento informativo de autoidentificación en el que los residentes escogen la raza o razas con las que se sienten más cercanamente identificados.   Las categorías representan un constructo socio-político diseñado para la raza o razas que se consideran a sí mismas como existentes y «generalmente reflejan una definición social de raza reconocida en este país«.

Entonces, podemos decir que «raza» actua como una categoría socio-política que sigue siendo vigente e importante para clasificar a la población, como lo es el diferenciarse por nacionalidad, etnia, cultura o costumbres, tradiciones, lengua… o por género, edad y clase social. Esta auto-inscripción tiene un sentido cultural, social y político, ya que por una parte, implica procesos de subjetivación y formación de una identidad personal y colectiva, y por otro, campañas políticas, ayudas sociales, etc. además de servir de sustrato a una estratificación social.

En el censo de Ecuador, en 2010 La pregunta 16, sección 4, del censo dice: ¿Cómo se identifica (…) según su cultura y costumbres? 1. Indígena, 2. Afroecuatoriano/a Afrodescendiente, 3. Negro/a, 4. Mulato/a, 5. Montubio/a, 6. Mestizo/a, 7. Blanco/a, y 8. Otro/a. Fíjense ustedes que ha desaparecido la clasificación «racial» o «étnica» y se puede ser «blanco» por cultura y costumbres. En Ecuador, si antes la mayoría de la población se auto-categorizaba como «mestiza», últimamente crece el número de personas que se identifican como «indígena» ya que ha crecido el sentimiento de pertenencia vinculado a las naciones originarias, la vindicación de una identidad colectiva con unos derechos sobre el territorio, una defensa de las lenguas indígenas, y en definitiva, una lucha política para existir como sujeto político de pleno derecho.

La cuestión es como tratamos todo este embrollo. Estamos de acuerdo de que es un tema delicado, sobre el cuál no podemos decir ni hacer muchas tonterías, porque nos jugamos mucho. En nuestra humanidad, tratar la raza como si pudiera desligarse del racismo es complicado porque nacieron juntos. Y los instrumentos que tenemos para deshacer este entuerto se nos escapan de las manos y solemos caer repetidamente en argumentos falaces como los que expresaba Javier Sampedro, tenazmente contestados por los y las firmantes de la necesaria réplica de la ASAEE.

Otro caso reciente de la vinculación entre etnicidad y racismo puede observarse en un programa de la televisión pública catalana. Se trata de Tabús «un programa que se ríe de personas de las cuales no nos tendríamos que reír» que se arriesga a tratar el tema del racismo en su programa «Ètnies» en el cual afirman que el presentador «convivirá con Bilal, Coumba, Ramia, Santosh y Yutong, 5 personas de etnias distintas y que juntos intentaran romper todos los tópicos que los rodean i constatarán que el racismo está más presente de lo que nos pensamos en su día a día. También hablarán de la lengua, las religiones y los tópicos más divertidos sobre sus orígenes.» (de los orígenes de ellos, de los participantes, se entiende).

El programa pretende «romper tópicos» y al final, la solución que plantea es llegar a «un mundo en el que simplemente podamos confiar el uno con el otro». Curiosamente, las 5 etnias seleccionadas són sobre las cuales existen «prejuicios» raciales en Catalunya y que parecen construidas «ad hoc» para el programa. Por ejemplo, un personaje dice «yo soy de Marruecos», entonces, ¿ser marroquí és una etnia? Según la wikipedia «el 10% de los marroquíes son de etnia árabe y el 90% son de etnia bereber.» Eso sin contar con las etnias del Sahara Occidental, o las distinciones étnicas que hay dentro de los bereberes o mejor dicho, los amazigh, como los tuareg.  Otro de los personajes es una joven que se auto-define como «china», y que en el programa se asocia con «los chinos» como grupo étnico, pero en China sabemos que hay una gran diferenciación étnica y de lenguas.

Los grupos étnicos se crean por oposición a otros, escapan cualquier noción biologista de raza, y sin embargo, se presentan en el día a día como «substitutos» de esta.  El racismo se perpetúa en la etnicidad, a pesar de advertir que la etnicidad no se basa en ningún concepto científico de raza, sino en la auto-afirmación de un colectivo de formar una unidad social, cultural y política, en función de compartir una historia en común, antepasados, lengua y tradiciones comunes, y de querer siendo miembros de esa identidad colectiva. Etnia en su etimología significa «pueblo» o «nación» en un sentido laxo (puede contener elementos de diferenciación fenotípica o no respecto a otros grupos étnicos y puede tener o no una organización política basada en el estado moderno). Los gitanos o romí serían un buen ejemplo, pues su sentido de pertenencia no se basa en rasgos físicos particulares (hay gitanos rubios y de ojos azules) sino en la adscripción al grupo (con todas sus variantes y distintas afiliaciones).

En base a estas consideraciones, creo que el programa Tabús «ètnies» no trata de etnias, sino de racismo. Marca ciertos colectivos o nacionalidades como «etnias» susceptibles de «racismo» y por tanto racializa a unos y blanquea a otros. Es difícil hacer humor de estos temas, como el propio programa admite. Así, al final, el presentador orquestra una serie de chistes «racistas» suaves, que pretenden establecer un tratamiento equidistante, pero que giran en función del color de la piel, la religión o la cultura…, para acabar diciendo que lo que ha aprendido de una semana de conviencia con tal «diversidad étnica» es que «una persona extraña, es una persona que aún no he conocido».

La solución al racismo se plantea de lectura fácil: todo es cuestión de «conocernos mejor» y de aplicar un sano sentido del humor, pero siendo el eje central a partir del cuál se elaboran los chistes «el catalán» europeo, cristiano, blanco y hombre. El presentador (o sus guionistas) construye la diferencia a partir de un yo incuestionado, homogéneo y hegemónico, frente a un amasijo de «5 etnias distintas» construidas «ad hoc», ya que tampoco lo son desde un punto de vista antropológico, pero que son escogidas por ser vulnerables a un posible «racismo» en nuestro país. No hay pues una desarticulación de la vinculación entre «etnia», «raza» y «cultura» sino que se mantiene la racialización de ciertos colectivos frente a otros. La cara amable del racismo no nos salva.

Puntualizo que no ha sido mi intención criticar aquí (y mucho menos culpabilizar) al presentador de Tabús o «denunciar» al programa como «racista»; solo poner un ejemplo de la complejidad del tema y las trampas en las que podemos caer todas. Analizar lo que ocurre en este programa pone en evidencia que la posición desde dónde hablamos cuándo hablamos de estos temas también nos sitúa, queramos o no, en el eje racial.

Recientemente y a raíz del artículo de Sampedro y de la posterior réplica de la ASAEE, un colectivo de académicos y académicas también de la esfera antropológica, ha publicado un artículo en  Salto que añade nueva reflexión al tema: No decir ‘raza’ no elimina el racismo; El que la raza sea una construcción política y social no quiere decir que no tenga efectos reales.

Y es que para la antropología, la relación entre naturaleza y cultura es un tema central,  así como el estudio de los grupos étnicos y sus fronteras, y como no, la cuestión del «racismo» nos atañe a todas. Hay pues que seguir desmantelando entuertos, luchando contra fantasmas, abriendo brechas…

El hoyo: antropología, terror y ficción

Cómo se explica el éxito de películas como «El hoyo» en estos momentos que estamos viviendo de pandemia y confinamiento?

Desde una perspectiva de la antropología de los medios, el éxito de estas películas de terror como «El Hoyo» o «Guerra mundial Z» responde a tres factores interrelacionados:

  1. Estamos viviendo una situación análoga (confinamiento, pandemia, desaparición de un mundo tal y como lo conocemos, ruptura de nuestra cotidianidad)  de manera que estas películas nos proporcionan un espejo, nos dan una explicación y nos proporcionan una solución al conflicto. Generalmente, las películas terminan bien, con el orden reestablecido y los héroes a salvo, de manera que nos permiten trabajar con nuestras angustias y temores más profundos y un «todo acabará bien». En el caso «el Hoyo» aparece como un final abierto a la esperanza. Luego volveré sobre ello.
  2. Las películas de terror juegan con nuestras emociones más fuertes. El miedo es una de las emociones más profundas y en épocas de confinamiento y aburrimiento, sin poder salir de casa, nos conmueven, nos hacen sentir vivos, nos generan adrenalina. Según la antropología clásica, el terror es el origen del sentimiento religioso; parte de una emoción pre-cultural vinculada al miedo y la fascinación por  lo desconocido y a la abrumadora fuerza de la naturaleza. Es el terror preternatural que invoca Lovecraft o el terror que inspira «lo santo» según Rudolf Otto. 
  3. La misma viralidad de los medios: Netflix lanza esta película, la sitúa entre las primeras del ranking de recomendaciones, como una tendencia social. La gente habla de ella, los que la han visto la recomiendan, generando un efecto viral: todos queremos opinar sobre ella, si a otros les ha gustado, a nosotros también, queremos verla para compartir, opinar, hacer memes… si no la has visto «estas fuera»… es parte de nuestra socibilidad, nos contagiamos, se hace viral,  y los medios digitales contribuyen a ello. También es un modo de hablar de lo que nos pasa a través de la película como metáfora de nuestra situación actual.

Las películas de terror articulan tres ejes culturales presentes en todo orden clasificatorio según Mary Douglas que recoge el artículo de Martin Bridgstock (1989). The Twilit Fringe-Anthropology and Modern Horror Fiction. Journal of popular culture23(3), 115.  Podemos examinar «El Hoyo» bajo esta luz.

  1. La polución: es el primer nivel del miedo a entrar en contacto con lo contaminado o susceptible de contaminar: el orden de la limpieza corporal y habitacional. Todas las culturas establecen evitar ciertos flujos corporales (sangre, saliva, semen, mocos, sudor, orina, excrementos) no siempre relacionados con creencias higienistas (evitar la sangre menstrual y no la de una herida, por ejemplo). Nuestra cultura nos dice lo que es puro y lo que es impuro; el contacto con lo impuro es una primera transgresión del orden cultural. En «El Hoyo» es el comer lo que los otros han comido, a parte de la contaminación con la sangre, o la transgresión del canibalismo.
  2. El horror: es el segundo nivel de desorden; el desorden moral, la disolución de la línea roja entre lo que es un comportamiento ético; la aparición de un comportamiento amoral. En «El Hoyo» es parte de la dinámica de grupo, que en situación de escasez, el ser humano es capaz de cualquier cosa. La razón y la cooperación fracasan ante «el instinto de supervivencia» individual. El héroe es quien mantiene su escala moral intacta.
  3.   El terror: El tercer nivel es el del desorden cosmológico; Algo perturba el orden del universo, pone en peligro el mundo tal y como lo conocemos, nuestros lugares más seguros se tambalean. El caos total se apodera del mundo… para instaurar un nuevo orden monstruoso (generalmente tiránico o inhumano). Aquí se podría hablar mucho sobre la creación de «el monstruo» (lean el artículo de Bridgstock).  Las películas sobre catástrofes abundan en este tema, pero también las de ciencia ficción como «Star Wars». En la mayoría de las películas hollywoodienses el orden vence al caos, y el monstruo es abatido por el héroe que se sacrifica por la humanidad, que es capaz de transcender su «instinto de supervivencia». Lo mismo sucede en «El Hoyo», aunque no se re-establece en este caso el orden, sino que se intuye que el sacrificio del héroe dará luz a un nuevo orden, representado por la niña que emerge de las profundidades de las plataformas. En este sentido, es una película «transgresora» comparada con la mayoría de las películas americanas, ya que propone la posibilidad de trascendencia de un orden «amoral» a un nuevo orden….

En el caso que nos ocupa, podemos leer la pandemia desde esta narrativa de ficción en la que están presentes estos tres niveles: Evitar el contagio (medidas higiénicas, la mascarilla, los guantes), el desorden (el «mal») proviene de la fuerza descontrolada de la naturaleza (el virus); que se percibe como consecuencia de un desorden moral a nivel mundial (agotamiento del planeta, efecto invernadero). Este sentimiento de culpa de haber transgredido el orden de la naturaleza que se «venga» del humano, nos impulsa a replantear nuestro orden cultural y sus supuestos, nos impulsa a la transformación social, a desearla o a soñar con otros órdenes posibles. Pero la mayor parte de las películas de ficción, los órdenes que salen de esas crisis son el mismo que había anteriormente, pero reforzado (Hollywood es muy conservador) o lo dejan abierto a una indefinida esperanza («El Hoyo»).

 

 

¿Un mundo en común?

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Esta propuesta tiene como eje central pensar la producción cultural en relación con la creación de públicos a partir del cuestionamiento de la figura del “prosumer” o consumidor-productor y entendiendo la “cultura participativa” como continuidad de la “cultura de masas”. Sostengo que el análisis de la producción cultural en las sociedades contemporáneas, al menos desde una perspectiva social y antropológica, no puede limitarse al análisis de los medios de comunicación social y sus representaciones, sino que debe extenderse hacia la comprensión del valor que damos a la cultura como forma de relacionarnos con las personas y las cosas  y de hacer un mundo habitable.

La “cultura participativa” aparece como una ruptura y como continuidad de la “cultura de masas” en el contexto de la digitalización de los medios de comunicación social caracterizado según Jenkins por un doble proceso de convergencia entre las industrias culturales y la creación vernácula -desde abajo (grassroots), por una parte, y la convergencia de medios entre industrias culturales o del entretenimiento, las industrias de comunicación y las nuevas industrias tecnológicas, por otro. Sin embargo, hay que tener en cuenta también otro tipo de convergencia: la producción de objetos digitales como bienes de consumo y como bienes culturales. Según Hannah Arendt, la sociedad de masas no quiere cultura sino entretenimiento, y las industrias culturales son parte de este engranaje que extrae de los bienes culturales productos para el consumo. Esta producción cultural para el consumo se diferencia de la producción de bienes culturales en que estos últimos trascienden las necesidades y funciones de la vida (comer, dormir, entretenerse), para generar contextos de vida; es decir, formas de relacionarnos con las personas y las cosas del mundo. ¿Cómo se articula esta última convergencia en la “cultura participativa” post-digital?

La llamada a lo post-digital  nos incita a pensar la materialidad digital como continuidad y no tan solo como ruptura, poniendo el acento en las relaciones y no solo en la tecnología, en la improvisación más que en la innovación, en lo cotidiano más que en la utopía, en nuevas diferencias y desigualdades más que en las promesas democratizadoras de la cultura digital. El post- nos lleva a un “después que”  en el que la “revolución digital” ya se ha producido y no era cómo esperábamos.

Imágen de la justicia

Navegando por Internet he encontrado esta imagen de la justicia; no lleva los ojos vendados, símbolo de su imparcialidad, sino unas gafas de realidad virtual.

Con ellas, no solo pierde su imparcialidad a la hora de resolver una controversia, hecho o caso, sino que juzga a partir de los datos que le proporciona una realidad hecha a medida.

Quien tiene la capacidad de construir esa virtualización de lo real, tiene el poder de imponer su relato, sencillamente, porque con esas gafas, la señora justicia solo tiene que dar crédito a lo que ve, porque lo que ve se le aparece como la única realidad posible. Por tanto, la balanza que simboliza la consideración objetiva de los argumentos de las partes enfrentadas, se decanta hacia la visión de quien haya codificado su programa.

 

Mañana puedes ser tu

El documental me ha removido por dentro. A mi pesar, creo sinceramente que España está sufriendo un retroceso democrático que revela una estructuras de poder franquistas que no se disolvieron en la transición política, entre ellas, el Tribunal de Orden Público, creado para perseguir los delitos políticos, y el Ministerio de Información y Turismo, encargado de controlar la información, la censura de prensa y de radio. Cualquier opinión o expresión artística debía pasar antes de su exhibición por una censura previa para asegurar que sus contenidos no eran contrarios al gobierno y a su ideología. Cualquier persona que se manifestara en contra del gobierno o su ideología podía ir a parar al TOP, luego reconvertido en Audiencia Nacional, y en el cual siguieron muchos de los jueces franquistas de entonces.

El documental “Tijera contra papel” (2018) de Gerard Escuer muestra la reaparición de una represión ideológica por parte del Estado por vía judicial: eso es la judicialización de la política; la conversión de la disidencia política en un delito tipificado bajo la rúbrica de “terrorismo” o delito contra el Estado. Es el caso de los raperos que hemos visto en el docu, pero también, como he intentado explicar, el caso de líderes de movimientos sociales en el caso catalán. Se trata de la tipificación de la protesta ciudadana como delito de “rebelión”, así como la tipificación de un delito de “violencia” las “miradas de odio” de los manifestantes contra la policía que los golpeaba durante el referendum de autodeterminación celebrado en Catalunya el 1 de Octubre de 2017. Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, líderes de movimientos sociales, son acusados de sedición y rebelión por alentar a las masas a manifestarse pacíficamente contra aquello que no consideran justo (una orden judicial de registro a las dependencias de la Generalitat el 20 de Septiembre de 2017).

Entonces, cuando esto sucede en tu país, primero no te lo crees. No se trata de una burda represión policial o incluso de recurrir a al asesinato más vil de la disidencia por parte de cuerpos policiales o paramilitares, sino de que el poder judicial se convierte en una farsa al entender como delito cosas que antes (en la democracia) no lo eran…  como una manifestación callejera, una canción o una función teatral (y que si eran susceptibles de represión o censura durante el franquismo). Tipificar una canción como delito de “enaltecimiento del terrorismo”, condenar a una persona por un tuit hecho en broma, encausar a un payaso por ponerse al lado de la Guardia Civil con su nariz roja… o llegar a pedir 27 años de cárcel para líderes de movimientos sociales acusados de “golpistas” por llamar a manifestarse y a la desobediencia civil…. parecía impensable tan solo hace unos años. ¿Cómo está sucediendo? Es de suponer que existe una censura cuando la mayor parte de la prensa y los medios de comunicación nacionales aplauden de manera monocromática estas medidas, y se tienen indicios de que hay presiones, quejas, despidos y alguna ruina de carreras profesionales por su opinión incómoda. No estamos tan mal como en otros países, se puede decir,  en España no hay actualmente terrorismo de Estado, por suerte, aunque haya cloacas. Nadie puede justificar un asesinato. Pero si se puede justificar tranquilamente una condena de 27 años en un juicio aparentemente justo. De ahí la idea de que la judicialización del conflicto político no pone en cuestión la legitimidad del procedimiento. Pero el uso y abuso del poder judicial también corrompe a la democracia y pervierte la razón.

Entonces mi razonamiento es que la persecución judicial a raperos, titiriteros, tuiteros y lideres sociales no pueden considerarse cuestiones separadas, ya que la represión ideológica actual nos atañe a todas. «Mañana puedes ser tu». La censura en el Estado español se extiende tanto a la izquierda como hacia la derecha que no conviene (aunque no se toca la derecha más fascista y reaccionaria); y se apunta y criminaliza tanto a los anarquistas obreros, como a los artistas raperos o a los burgueses capitalistas que sueñan con un futuro más próspero. Es decir, no importa que una causa nos pueda caer más o menos simpática, la represión política se extiende hacia cualquier tipo de disidencia, a través del control de la violencia policial y del uso del poder judicial, que, junto con la censura política, operan para ocultar, distorsionar o falsear la información de manera que se ajuste a “la realidad” que se fabrica y se pueda condenar a los “culpables” de disidencia bajo un manto de una justicia «justa y legítima» y en base a un consenso social amplio. La Audiencia Nacional se ha encargado tanto del caso de los raperos, de los tuiteros y de los titiriteros como de los líderes sociales y políticos independentistas, y recordemos que es un tribunal que procede directamente del TOP.

Si esta legitimación de la represión ideológica se extiende, la democracia a mi entender, corre peligro, y cualquier forma de expresión de ideas o valores puede convertirse en delito si no gusta… ¿A quién? A los que no se toca… busquemos a aquellos cuya ideología y acción política no haya sido cuestionada por la judicatura… aunque también haya hecho manifestaciones tumultuarias, cantado canciones directamente fascistas, amenazado a personas y colectivos en «broma», etc.  Hay una parte de la actividad política que no ha sido criminalizada y goza de buena salud ¿Y cuál es esa? Lo dicho. Se trata solo de aplicar una observación empírica. Ir a los hechos.

 

 

¿Eliminar a Caperucita Roja?

Había una vez, en una escuela de Barcelona, unos padres y madres preocupados por la educación sexista de sus hijos e hijas que decidieron revisar en clave de género los cuentos que la escuela tenía en su biblioteca. La comisión finalizó su escrutinio aconsejando retirar un 30% de los libros por sexistas (unos 200) y advirtiendo que al menos un 60% de los restantes tenía algún estereotipo de género. Entre los cuentos retirados de la lectura infantil estaba el de La Caperucita Roja.

Aquí una de las noticias aparecidas en prensa sobre el asunto:
Retiran de una escuela pública ‘La Caperucita Roja’ por “sexista”

Mi primera reacción es calcular… el 90% de los libros de esa -o cualquier otra biblioteca infantil- reproducen estereotipos de género. Es decir, podemos deducir que solo un 10% de los relatos promueven una educación igualitaria. Pocos.

Mi segunda reacción es preguntarme porqué esta noticia ha escandalizado a muchos y muchas entendiendo esta medida -retirar los libros más sexistas- como una «tontería» o directamente como una censura, un ataque a la libertad de expresión o incluso como una cruzada contra la literatura universal. Si tuviéramos que eliminar el contenido sexista de la literatura, nos quedaríamos prácticamente sin ella, ya que en la mayoría de las «grandes obras» de la literatura de todos los tiempos podemos encontrar estereotipos de género, sexismo, machismo declarado, e incluso pederastia, y cosas peores.  La solución, se comenta, no es eliminar estos clásicos de la literatura, sino que los niños los aprendan a leer de una forma crítica.

Parece lógico pensar que hay que educar a los niños y niñas con una mirada crítica, ya que es imposible barrer de un plumazo siglos de literatura con contenido sexista. Y por otra parte, aunque lo lográramos, siguen ahí la publicidad -con claros ejemplos de sexismo, y la vida misma, con nuestras formas de relacionarnos, en su mayoría marcadas por relaciones de género desiguales. Entonces, más que eliminar los relatos sexistas, se trataría de educar en la igualdad de género a través de cultivar una mirada crítica. Razonable.

Sin embargo, cabe decir que esas mamás y papás de la historia lo que proponen es limitar el acceso a la lectura de esos cuentos infantiles a los menores de 7 años en el colegio, lo cual no significa censurar toda la literatura universal para todas las edades.  La noticia llama nuestra atención hacia la responsabilidad de la escuela de educar en la igualdad de género a los más pequeños a través de la lectura o el relato oral. Entonces, más que escandalizarse, se trata de analizar el asunto.

Una cuestión reside en la capacidad que le otorgamos a estos relatos de conformar el universo infantil. Suponemos que si ya desde pequeños leemos estos relatos sexistas, aprendemos con ellos una determinada manera de ordenar y valorar el mundo. Los cuentos son nuestros mitos, y los mitos son estructurantes de la imaginación y por tanto, también de la realidad; los cuentos nos enseñan los límites de lo posible y lo pensable, de lo bueno y de lo malo. Hay quien argumenta que los mitos no nos calan tanto, y que aunque haya violencia en las películas, eso no quiere decir que enseñemos a los niños y niñas a ser violentos, o que vayan a reproducir esos comportamientos que ven en la televisión y ahora en Netflix o YouTube. No se trata tanto de llegar a reproducir o imitar esos comportamientos, sino de aceptar o cuestionar sus legitimidades, sus razones, sus argumentos. Los mitos nos piensan y son buenos para pensar.

¿En qué sentido es sexista el relato de Caperucita?

La Caperucita Roja proviene de una tradición oral europea que remonta más allá del siglo XVII cuando Perrault la fija en la escritura, incluyéndola en un volumen de cuentos para niños (1697).  Según la Wikipedia,  inicialmente era una leyenda cruel, que incluía canibalismo y sexo forzado, destinada a prevenir a las niñas de encuentros con desconocidos, y cuyo ámbito territorial no iba mucho más allá de la región del  Loira. Los hermanos Grimm lo transforman un poco y le añaden un final feliz, con la aparición del buen cazador, que libera a Caperucita y resucita a la abuela, que es la versión más extendida. Veamos. El cuento muestra un ejemplo de sororidad entre mujeres de tres generaciones que se cuidan y se quieren,  aunque bien es cierto que la figura femenina aparece como inocente y desvalida a la merced de predadores, hombres-lobo sin escrúpulos, o de salvadores y buenos samaritanos; el cuento también puede entenderse como una iniciación a la sexualidad adecuada o como un rapto y una violación. Sin duda, el contexto es el de una sociedad patriarcal en el cual una mujer sola siempre está en riesgo. Muy actual.

Curiosamente, Disney no ha llevado al cine este relato, quizás por su crudeza original, difícil de endulzar, pero se ha contado a lo largo de muchos años y realizado muchas versiones, incluso mangas japoneses. Entonces,, ¿se trata de eliminar el cuento… o de versionarlo, adaptándolo a un tratamiento más actual e igualitario? Podemos crear otras versiones donde el lobo sea bueno o la Caperucita una karateca… ¿Cuáles son las soluciones que podemos ofrecer a nuestras hijas e hijos ante la eventualidad de un lobo con piel de cordero?

¿Es importante mantener la tradición, el vínculo con la cultura popular europea en este nuevo siglo? Quizás sí, pero no necesariamente toda. Puesto que esta historia ya no tiene mucho sentido, es cruel y refuerza estereotipos, pues, nada, a olvidarla, como ya ha pasado con otros muchos cuentos.  ¿Por qué conservar algo que nos hiere? ¿Por qué darlo a pensar a los niños, si ya no le tenemos ningún apego? ¿Si pensamos que no hay nada bueno que aprender de ella? Vinculada a estas cuestiones esta el tema de la tradición. La idea de inmovilidad de la tradición. Eliminando el cuento para nuestros niños, rompemos con la tradición y con ello, el vínculo de las futuras generaciones con el pasado, con una mitologia con la cual crecimos. La cuestión es si olvidándola podemos contribuir de hecho a cambiar con ello nuestra realidad inmediata, que sigue siendo patriarcal y machista, o inventaremos nuevas caperucitas…