Sigo pensando en la utilidad de analizar el cine etnográfico en su amplio espectro, es decir considerar bajo una misma perspectiva y metodología analítica el cine cuya propuesta es producir conocimiento sobre las sociedades y las culturas humanas, tanto si se encuadra dentro del género documental, como si se trata de una filmación para la investigación antropológica o una auto-producción “nativa” sobre la propia cultura. Considerarlos por igual como “objetos de conocimiento” que organizan un relato sobre el mundo, y a los cuáles podemos preguntar sobre que tipo de discurso articulan sobre las relaciones con la alteridad y la identidad cultural, y que proposiciones sostienen sobre lo que significa ser humano. En definitiva, se trata de preguntarse sobre como utilizamos la imagen audiovisual para construir conocimiento sobre nuestro mundo y lo que somos, cómo se articulan saber y poder en la producción y consumo de estos productos y cuáles son sus fuentes de legitimidad social, cómo “autorizamos” y les damos un valor de conocimiento válido, “legítimo”, o cómo lo cuestionamos y que argumentos y prácticas utilizamos para “desautorizarlo”.
Si bien es cierto que sostengo que el modelo de análisis ha de ser el mismo, eso no implica que todos los procesos de producción, distribución y consumo de imágenes sigan los mismos patrones o que todas las imágenes sean iguales, o que el proceso de construcción de este tipo de objetos de conocimiento sea homogéneo y sus criterios de valoración, constantes. Cuando el objeto de conocimiento reclama poseer información antropológica, reclama también que se lo valore y legitime en función de criterios antropológicos específicos. Cómo se establecen esos criterios, cómo se consensúan en la comunidad científica es una proceso de “normalización” disciplinaria. Cuestión fundamental si se quiere “normalizar” el uso de la cámara y la producción audiovisual como parte de la práctica antropológica, al igual que está plenamente aceptado que el antropólogo anote sus datos en su cuaderno de campo y escriba monografías.
Karl Heider estableció un cánon de normalización formal, una forma reconocible del cine etnográfico científico basada en el mantenimiento de la unidad espacio-temporal y la práctica ausencia de montaje, además de una jerarquía conceptual: “el cine es el medio, la etnografía, la meta”. Este “corsé” formal impedía la experimentación con el material fílmico. Jack Rollwagen, sin embargo, hizo énfasis en el proceso, liberando la forma del producto. Lo que importaba era que el proceso de producción fílmico estuviera informado por un proceso de investigación etnográfico y fundamentado en una mirada procedente de la teoría antropológica. Este giro supone una apertura a una experimentación “legitima” en la construcción de objetos antropológicos audiovisuales y una hibridación entre la práctica etnográfica y la práctica cinematográfica, es decir, y para lo que ahora nos interesa, una transformación en la forma de llevar a cabo y presentar una etnografía. Al alejarse de los cánones de veracidad y realismo que impone el “corsé” formal, el antropólogo ya no tiene en principio, que justificarse ante su comunidad ni debe renegar de la pretensión de “hacer ciencia” para acogerse a la libertad de la producción “artística” a la hora de tomar una cámara y un programa de edición. Sin embargo, pretende que su “objeto” sea también comprendido y valorado más allá de su comunidad, a la que debe explicaciones. En parte, porque también se siente comprometido y en deuda con la comunidad que le ha cedido el rostro, y en parte, porque pretende que su objeto de conocimiento sea “universal”; apto para todos los públicos. Y además, que sea un objeto autónomo que “hable por sí mismo”, sin que tenga que arroparse con un acompañamiento oral o con un texto escrito. Entran en juego entonces, otros criterios de valoración y otras fuentes de legitimidad que no tenía previstas. Al lanzar el objeto al uso público, éste pasa a ser un objeto común, que puede ser apropiado o rechazado de formas muy diversas, dependiendo de las relaciones de conocimiento que sea capaz de movilizar, que tienen que ver en gran parte, conjeturo, con procesos de identificación y de “gusto”, que es la forma “natural” de apropiarse de los objetos audiovisuales en nuestras sociedades. Pero, ¡ojo! el problema a cerca de la legitimidad que alcance del producto antropológico audiovisual no es sólo una cuestión de gusto -el objeto puede gustar o no gustar-, sino una cuestión de cómo se interprete su autoridad. Es solo un apunte.